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Biblioteca Popular José A. Guisasola




Cuento» El hijo del elefante, de Rudyard Kipling

En tiempos remotos, hijo mío, el elefante no tenía trompa. Sólo poseía una nariz oscura y curvada, del tamaño de una bota, que podía mover de un lado a otro pero con la que no podía agarrar nada. Pero hubo un elefante, un nuevo elefante, hijo de un elefante anterior, que te nía una insaciable curiosidad por todas las cosas, lo que significa que en todo momento estaba haciendo preguntas. Vivía en África y a todos molestaba con su insaciable curiosidad.




Preguntaba a su alta tía, el avestruz, por qué le crecían las plumas de la cola, y su alta tía lo apartaba con un golpe de su larga pata. Preguntaba a su otra tía, también alta, la jirafa, cómo le habían salido las manchas en la piel, y su esbelta tía jirafa lo empujaba con su durísima pezuña.

Pero el elefante seguía lleno de su insaciable curiosidad. Molestaba también con sus preguntas a su rechoncho tío el hipopótamo para saber por qué tenía los ojitos tan rojos, y su rechoncho tío lo pateaba con su enorme pata. Y preguntaba igualmente a su peludo tío, el mandril, por qué eran tan ricos los melones, y su peludo tío mandril le daba un coscorrón con su mano peluda.

Pero el elefante seguía lleno de su insaciable curiosidad. Hacía preguntas de cuanto veía, oía, olía o tocaba.




Una espléndida mañana, al comienzo del verano, el hijo del elefante hizo una pregunta que hasta entonces no había formulado:

–¿Qué come el cocodrilo?

Su padre y su madre lo hicieron callar con un “¡Chist!”. Pero el elefante fue al encuentro del pájaro Kolokolo que estaba posado en la rama de un espino.

–Mi padre y mi madre me han castigado y también todos mis tíos –le dijo el elefante– por mi insaciable curiosidad. Pero, a pesar de todo, quisiera saber qué come el cocodrilo.

El pájaro Kolokolo le contestó con su voz quejumbrosa:

–Vete a las orillas del gran río Limpopo, que tiene las aguas verdosas y grises y corre entre los altos árboles; allí lograrás saber lo que quieres.




A la mañana siguiente, el hijo del elefante tomó gran cantidad de melones para el viaje y se despidió de todos sus familiares.

–Adiós –les dijo–. Me voy hacia el gran río Limpopo, que tiene las aguas verdosas y grises y corre entre los árboles, para ver qué come el cocodrilo.

Y luego se puso en marcha. Iba comiendo melones y, cuando caía la cáscara, la dejaba en el camino. Has de saber, hijo mío, que hasta aquel día el curioso hijo del elefante jamás había visto un cocodrilo y no sabía cómo eran.




Lo primero que encontró fue una serpiente boa de dos colores, enroscada en una rama.

–Perdone usted –le dijo el elefante con muy buenos modales–, ¿ha visto usted por estas regiones una cosa llamada cocodrilo?

A su vez, la serpiente boa de dos colores le preguntó:

–¿Y qué querrás saber luego?

–Perdone usted –le contestó el hijo del elefante–, ¿podrá usted decirme qué come el cocodrilo?




La serpiente boa de dos colores se desenroscó de la rama y le dio un empujón con la punta de su cola. Entonces, el elefante retomó su marcha. Iba comiendo melones y, cuando se le caía la cáscara, la dejaba en el camino.

Por fin, tropezó con un tronco caído, junto a las aguas verdosas y grises del río Limpopo. Pero aquello, hijo mío, no era ni más ni menos que el cocodrilo. Y el cocodrilo guiñó un ojo.

–Perdone usted –le dijo el elefante con muy buenos modales–, ¿ha visto usted por estas regiones una cosa llamada cocodrilo?




El cocodrilo hizo un guiño con el otro ojo y levantó un poco la cola que tenía hundida en el barro. El hijo del elefante se echó hacia atrás rápidamente pues no quería que nadie volviera a golpearlo.

–Ven aquí, pequeñuelo –le dijo el cocodrilo–. ¿Por qué preguntas eso?

–Perdone usted –le dijo el elefante con muy buenos modales–, pero mi padre, mi madre, mis tías el avestruz y la jirafa, mis tíos el hipopótamo y el mandril, y también la serpiente boa de dos colores, me han pegado por mi insaciable curiosidad. Por eso, no quisiera recibir más golpes.

–Ven aquí, pequeñuelo –le dijo el cocodrilo–, pues el cocodrilo soy yo.

Empezó entonces a derramar lágrimas de cocodrilo para demostrar que era verdad lo que afirmaba.




El hijo del elefante se arrodilló en la orilla del río.

–Usted es la persona a quien he estado buscando durante tantos días –le dijo–. ¿Quiere usted decirme qué es lo que come?

–Acércate un poco más, pequeñuelo –insistió el cocodrilo–, y te lo diré al oído.

El hijo del elefante puso la cabeza junto a la boca colmilluda del cocodrilo y el cocodrilo lo agarró por la naricita que, hasta aquel día, tenía el tamaño de una bota.




–Creo –dijo el cocodrilo (y lo dijo entre dientes)–, creo que empezaré tragándome… ¡al hijo del elefante!

El hijo del elefante le dijo (con la nariz tapada):

–¡Suélteme que me lastima!

La serpiente boa de dos colores se deslizó hacia la orilla del río.

–Amiguito –dijo–, si no tiras hacia atrás enseguida, con todas tus fuerzas, creo que esa bestia que acabas de conocer te llevará de un tirón antes de que puedas decir ¡ay!

Entonces, el hijo del elefante afirmó en el suelo sus pequeñas posaderas y tiró y tiró y volvió a tirar con toda su alma, hasta que su nariz empezó a alargarse. Y el cocodrilo daba coletazos en el agua haciendo espuma, y seguía tirando y tirando.




La nariz del hijo del elefante siguió alargándose más y más; el pequeño ponía muy tiesas sus cuatro patas y tiraba y tiraba.

La serpiente boa de dos colores llegó hasta el agua, se enroscó con doble vuelta en las patas de atrás del elefantito, diciendo:

–Caminante curioso e inexperto, vamos a ayudarte un poquito…




Tiró, pues, ella también y, al fin, el cocodrilo soltó la nariz del elefante con un “¡chap!” que se oyó desde muy lejos. El hijo del elefante tuvo buen cuidado de dar las gracias a la serpiente boa de dos colores e, inmediatamente, envolvió su nariz en cáscaras de banana y la sumergió en las aguas verdosas, grises y frescas del río Limpopo. Pero la nariz no se le acortó ni un poquito.

–¡Ya verás que te conviene! –dijo la serpiente boa de dos colores.

En ese momento, una mosca se posó en el lomo del elefantito y, casi sin darse cuenta, levantó la trompa y espantó a la mosca.




–¡Primera ventaja! –comentó la serpiente boa de dos colores.

El hijo del elefante sintió hambre. Alargó la trompa y agarró un buen manojo de hierbas, lo sacudió para quitarle el polvo y se lo llevó a la boca.

–¡Ventaja número dos! –exclamó la serpiente boa de dos colores.

–Así es –dijo el elefantito.

Y como tenía calor, sin pensar lo que hacía, sorbió una buena cantidad de barro de la orilla del río Limpopo, de aguas verdosas y grises, y lo derramó sobre su cabeza, donde el barro formó un fresco sombrerito que le hacía cosquillas en las orejas.

–¡Ventaja número tres! –dijo la boa.

–Bueno –dijo el elefante–, ahora me vuelvo a casita.




Y regresó a su lugar balanceando continuamente la trompa. Cuando quería comer alguna fruta, la arrancaba del árbol en vez de esperar a que se cayera, como antes. Además, en los momentos en que se sentía muy solo, cantaba con su trompa y metía un ruido que se escuchaba por las grandes llanuras de África. Durante todo el viaje se dedicó a recoger todas las cáscaras de melón que él mismo había tirado, porque era un paquidermo muy limpito.

Cierto atardecer llegó a su casita, curvó la trompa hacia arriba y dijo:

–¿Cómo están todos?




Se alegraron mucho al verlo, pero dijeron enseguida:

–Mereces un castigo por irte tan lejos y por lo que has hecho con tu nariz.

–¡No!, –exclamó el elefantito y, alargando la trompa, con un par de empujones dejó tendidos a varios de sus hermanos.

Después de unos días, los otros elefantes descubrieron que la trompa resultaba muy útil y uno tras otro, a buen paso, marcharon hacia las orillas del río Limpopo, de aguas verdosas y grises, que corren entre los árboles. Cuando regresaron, ya nadie se dedicó a golpear ni a empujar. Y desde aquel día, hijo mío, todos los elefantes –los que verás en tu vida y los que no podrás ver– tienen una trompa exactamente igual a la de aquel elefantito insaciablemente curioso.





FIN



El hijo del elefante / Rudyard Kipling;
adaptado por María Elena Cuter y Mirta Torres;
ilustrado por Alejandro Firszt.
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Eudeba;
Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2014.
24 p.: il.; 24x16 cm. © Eudeba 2014
Libro de edición argentina


RUDYARD KIPLING: Escritor y poeta. Bombay, 1865 - Londres, 1936.

Cuando Rudyard era un niño montó un elefante y, más de una vez, pudo ver con sus propios ojos al cocodrilo y a la boa de dos colores. Era inglés, pero vivió en Bombay, una inmensa ciudad de la India. A los seis años debió viajar a Inglaterra con sus padres para comenzar la escuela. Y el pequeño Rudyard se sintió la persona más triste del mundo.

Muchos años después, revivió los recuerdos de su infancia en dos libros apasionantes: El libro de la jungla y Kim de la selva. También escribió bellos poemas y una serie de cuentos sobre animales, dedicados a su hija mayor que vivía en los Estados Unidos y jamás había estado en la India.

Muchos chicos conocen algunos de los relatos de Rudyard Kipling porque Walt Disney los convirtió en dibujos animados.



Visto y leído en:

PLATAFORMA ABC - Dirección General de Cultura y Educación BA
(Archivo PDF - Blanco y negro)
http://servicios.abc.gov.ar/lainstitucion/organismos/programa_para_el_acompaniamiento_y_la_mejora_escolar/materiales_de_trabajo/doc/libro_el_hijo_del_elefante.pdf

Portal de las Escuelas (Archivo PDF - Color)
https://portaldelasescuelas.org/wp-content/uploads/2015/08/El-Hijo-del-Elefante-COMPLETO-ilovepdf-compressed.pdf

Alejandro Firsztl Ilustraciones
https://www.facebook.com/pg/AleFirsztIlustraciones/



Leer nos da un lugar donde ir, cuando tenemos que quedarnos donde estamos







Leer para aprender. Leer para vivir. Leer para ser.



“La lectura abre las puertas del mundo que te atreves a imaginar"

"Argentina crece leyendo"


Créditos: Garabatos sin © (Adaptación de Plantillas Blogger) Ilustraciones: ©Alex DG ©Sofía Escamilla Sevilla©Ada Alkar

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